jueves, 22 de septiembre de 2016

Cubanos de a pie, entre promesas oficiales y penurias



Desde hace dos días no entra el agua al añejo edificio donde reside Marta Romero, 69 años, ama de casa, en Los Sitios, Centro Habana, un distrito de casas con puntales altos e inmuebles de pocos pisos, la mayoría cascarones ruinosos sostenidos con vigas de madera.

Situados en el corazón de La Habana, estos barrios son cuna de jineteras, estafadores y pícaros. También del mercado negro. En ellos todo se puede negociar. Desde un féretro de cedro para sustituir al ataúd de pinotea de las funerarias estatales hasta comprar un motor diesel de automóvil y armar una lancha para emigrar a la Florida.

La venta de agua también es un negocio. Mientras conversa, Marta espera un aguador que le llenará tres tanques plásticos de cien galones, colocados en un techo fundido en la parte posterior de su cocina.

“Llenar cada tanque me cuesta ochenta pesos, 270 pesos en total. Pero es más barato que pagarle a una pipa (camión cisterna) que cobra 30 cuc o 750 pesos por llenar la cisterna del edificio. Con mi pensión de 200 pesos no pudiera pagar el agua. Puedo hacerlo, gracias a mi esposo y mis hijos que se la pasan inventando”, afirma Marta.

'Inventar' es un eufemismo que en Cuba enmascara el robo a instituciones estatales o negocios ilegales. Orlando, esposo de Marta, gana dinero de diversas formas. Lo mismo vende detergente robado de una fábrica cercana que un lote de gafas piratas Ray Ban traída la noche anterior desde la zona franca de Colón, en Panamá.

La gente le encarga cualquier cosa. Un vecino le dice que necesita un motor de agua con un equipo de presión y diez cajas de cerámica de piso. Orlando le responde: “Pasa el fin de semana, a ver si aparece”.

Y casi siempre ‘aparece’. “Lo primero que hago es averiguar con mis contactos, gerentes de tiendas, jefes de almacenes o personas que traen cosas de Miami, Ecuador o Panamá. Siempre juego limpio, me gano un dinero por la izquierda, pero nunca estafo a ningún cliente. Algunos me dan el dinero por adelantado”, explica Orlando.

Sus hijos también viven de lo que se 'cae del camión'. El varón vende tabaco que sale por la puerta de atrás de una tabaquería de la zona y la hembra arregla uñas y cabellos y comercia perfumes sin licencia de la ONAT, institución que administra el trabajo privado.

Pero ese esfuerzo, que linda con ilegalidad, no se ve recompensado. El techo de su vivienda necesita reparación. En diferentes tramos se ha levantado el repello y se observa el acero herrumbroso.

En la sala, los muebles son de mediados del siglo XX. Una mesa de caoba de seis sillas recién tapizadas, dos sillones de madera que necesitan ser barnizados y un televisor a color desfasado de rayos catódicos. En un extremo, un refrigerador chino que cada dos semanas hay que descongelarlo.

En la cocina puede verse una arrocera, una olla eléctrica y una cafetera expreso, aunque Marta suspira por un microwave y una lavadora automática. “Tengo unos pesos ahorrados, pero aun me falta más de la mitad para comprar el microwave. De la lavadora no hago planes, eso le tocará a mis nietos. En Cuba nunca se puede tener todo lo que uno quisiera. Cosas que son normales en otros países, aquí son un lujo. Todo es con mucho sacrificio, muy sangríao”, confiesa Marta.

Del radio que hay en una mesita en la sala, se escucha la voz de un locutor anunciando que el Estado topará los precios en más de dos mil agromercados. También habla del crecimiento de la producción de carne de cerdo y anuncia que un central de Taguasco, Sancti Spiritus, cumplió su plan de la actual zafra azucarera.

“En Cuba las cosas marchan bien solo en la radio, en el noticiero de la televisión y en el Granma”, expresa. Pero no le pregunten a Marta ni a su familia sobre temas políticos. Las respuestas son calcadas a la de muchos cubanos que desayunan café sin leche.

“La política es muy cochina. Esto no va a cambiar. El gobierno lo tiene todo bien atado. Los de abajo siempre vamos a estar igual. Es lo que nos tocó”, y añade un largo rosario de lamentaciones propio de personas resignadas.

En Cuba, las quejas no trascienden de las salas de los hogares, las esquinas de los barrios o del interior de los 'almendrones' y taxis colectivos. La solución, dicen, es adaptarse a las circunstancias o emigrar.

Si usted camina por La Habana escuchará innumerables críticas al gobierno, algunas subidas de tono, pero hasta ahí. No existe un marco legal para canalizar el descontento.

La gente de a pie ya no cree en las promesas oficiales ni que algún día ‘un socialismo próspero y sostenible’ mejore sus vidas precarias.

Antes que cambiar el estado de cosas, se prefiere robar a instituciones estatales. O 'inventar'. Un verbo que en Cuba tiene muchas acepciones.

Iván García
Foto: Tomada de La escasez de agua adquiere rostro de mujer en Cuba.

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